El amanecer se arrastraba sobre el agua junto a la bruma de un rocío que aún levitaba. Al ahogarse, se rompía en cortinas de colores con olor a sal. Marcelino contemplaba sus matices, desdibujados entre corrientes marinas que lo mecían. Cuando el agua fría recorría sus escamas verdes, estas se erizaban y repelían la escasa luz que se colaba hasta su escondrijo. Cuando los remolinos eran cálidos, era menos incómodo.
Marcelino se puso en pie, agitó la cola con decisión y, de un salto, se lanzó al mar que se cernía sobre él. Mientras se deslizaba, sonreía. Aún recordaba la primera vez que ascendió, tan asustado que se descubrió nadando en círculos, retrasando el instante de emerger. En aquel momento, la incertidumbre de no sentirse capaz de aceptar cualquier cambio lo abrumaba. También la de ser rechazado. Asomó su cabecita verde por encima del borde marino y escrutó todo cuanto pudo. El cielo brillante. Las aves sobrevolando el océano. Y en la orilla, donde el agua lamía la tierra, los humanos.
Debajo, todo cuanto le envolvía aún lo asfixiaba. Intentó deshacerse de ese pensamiento con un aleteo espasmódico, sabiendo que el esfuerzo para cambiar su sino debía ser mayor. Allí había crecido sin ser él mismo, refugiado en estándares y escondido en estereotipos, pasando desapercibido; pero también allí se encontraba todo cuanto había conocido y quería, su familia y sus amigos. Respiró hondo y, entonces, una lágrima se entremezcló con pequeños destellos verdosos que flotaban junto a él.
Arriba, Marcelino siempre disfrutaba de sus escarceos. Decidió que hoy no se afligiría. Se sacudió la congoja y chapoteó como si de un juego se tratase. Había visto a los humanos hacerlo infinidad de veces y había aprendido a imitarlos. También había reconocido en ellos conductas, actitudes, ideas y sentimientos que despertaban su curiosidad, agitándole las entrañas como si se empeñasen en remarcarle que algo no iba tan bien como debería. Se dejó llevar hasta la orilla y se unió a ellos. Se sentía cómodo en su compañía, aceptado incluso. Los veía como iguales. Y día tras día ascendía a la superficie buscando reafirmar ese vínculo. Allí era feliz.
Tras horas de paz, el sol del atardecer lo deslumbró de repente, cegándolo un instante, y Marcelino supo que debía volver al fondo marino, a su oscuridad. Echó un último vistazo a la costa y se sumergió. A su paso, una estela verdosa. El regreso lo entristecía. Al alcanzar el suelo, se dejó caer apesadumbrado y arrastró sus piececitos sobre la arena, anhelando la aridez de la tierra seca, pero la humedad impregnaba todo cuanto le rodeaba, hostigándolo.
En el exterior, bajo la luz directa del sol y sin más presión que la del aire puro, Marcelino había hallado la fortaleza para ser quien era y el lugar en el que deseaba serlo. Con el paso del tiempo, se había instaurado en él el anhelo de abandonar el mundo que hasta ahora conocía y, bajo la tutela del mismo tiempo, la firmeza para hacerlo. Y con esa afirmación descubrió sus propias escamas cayendo arremolinadas. Alzó sus manitas y sostuvo algunas de las que bailaban a su alrededor. Hacía rato que la noche había caído y lo único que iluminaba el lugar eran unos tenues y blanquecinos reflejos de la luna, sin embargo, las escamas de Marcelino relucían enfurecidas. Las observó ensimismado y sonrió.
Sus dedos rozaron la piel desnuda que habían dejado las escamas desprendidas y percibió regocijo mezclado con cosquillas, no el dolor que creyó que sentiría. Sus manos caminaron por sus piernas y por sus brazos, removiendo más escamas. Era tan feliz que, sin darse cuenta, retiró algunas de las que aún no debían separarse. Se puso en pie con la decisión de cada mañana justo antes de ascender a la superficie y se acarició la barriguita. Volvió a notar cosquillas a la vez que sus entrañas se agitaban. Había tomado una decisión y ellas le animaban a hacerlo. Clavó la punta de sus deditos en su abdomen y tiró sin más esfuerzo que el de la alegría que le producía saber que sería él mismo. A su paso, arrancaba escamas con la fuerza del convencimiento y el coraje. Hundió un poco más los dedos rasgándose sin miramiento alguno. Y liberó todo su interior abriendo, en su cuerpo, una ventana a su propio ser.